UN HOMBRE, UNA CAMISETA Y UN MITO
En la historia del doctor Jekyll y el señor Hyde, Robert Louis Stevenson habla de las personalidades diversas, discrepantes e independientes que convivían en una persona, como las que coexistieron en Obdulio Jacinto Muiños Varela.
A los 75 años, haciendo un balance de su icónica vida, un crepuscular y reflexivo Obdulio Jacinto Muiños Varela dijo haber sido un hombre honrado, amigo de sus amigos y enemigo de las injusticias. También se autodefinió como alguien que adoraba a los niños y que siempre había dado lo mejor dentro de la cancha. A la hora de hablar sobre lo que pasaba con él cuando se ponía la camiseta celeste, con la que disputó 45 partidos oficiales –3.421 minutos en doce años de capitán, dos mundiales disputados en los que Uruguay terminó invicto con él en cancha, cinco Copas América y capitán del Maracanazo de 1950, el mayor hito en la historia del fútbol sudamericano–, fue contundente: “No sé, fue como si me transformara”.
Ese hombre, que nunca buscó convertirse en quien lo convirtieron las repercusiones de lo que hizo con una camiseta número 5 sobre el cuero, entendió, al final del recorrido, que ese pedazo de tela estaba asociado –para el pueblo uruguayo, al menos– al concepto de patria. Eso lo hizo sentirse responsable de la alegría o la tristeza de otras personas. De muchas personas. También lo hizo saberse alguien importante, además de permitirle sentir algo parecido a la libertad. En todo eso se transformaba cuando se vestía de celeste. Como en aquel personaje de El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde, el famoso relato publicado por Robert Louis Stevenson en 1886, en el centrojás que comandó el triunfo de leyenda en Brasil convivieron dos personas: simplemente Jacinto para los amigos y Obdulio –el Negro Jefe– para el resto del mundo.
Esa historia del doctor Henry Jekyll que se transformaba en Edward Hyde derribó el mito del hombre unidimensional, con una sola faz carente de contradicciones. Siendo que persona significa máscara, concepto procedente del teatro, todos somos actores que representamos más de un papel en esa obra llamada vida. Así, el hombre simple que era Jacinto estaba compuesto por un montón de grises, como todo el mundo. Ese nombre, que figuraba en segundo lugar en su cédula de identidad, era el que usaban su familia y amigos para llamarlo. Catalina –su compañera de toda la vida– y pocos más sabían interpretar sus evasivas, sus silencios repentinos, sus gestos inconfundibles y sus miradas que a veces decían más que muchas palabras.
Sin embargo, casi nadie lo recuerda por Jacinto y mucho menos por el apellido paterno Muiños, sino por el Obdulio al que nadie se animaba a tutear. Al que recuerdan es al mito, el personaje público, el capitán eterno, el que protestó el órsai y enfrió el partido, el líder de la más famosa gesta deportiva, el que tenía las características propias de los monumentos, en tanto fue una creación colectiva que adquirió los rasgos que le dio el pueblo que lo eligió como prócer y lo inmortalizó en mármol aún en vida.
Al igual que aquel doctor Jekyll que había cultivado un carácter honorable, pero que al mismo tiempo sufría de una profunda desazón interior, Obdulio Jacinto Muiños Varela tenía muy claro de qué lado se quedaba. Entre el Jacinto de los afectos y el Obdulio de la gran epopeya, él –quien en definitiva convivía con los dos‒ se inclinaba sin dudarlo por el primero. Trató el resto de su vida de escaparle a ese mito del que los rivales huían y al que todos querían tocar, evitando ir a lugares con mucha gente, eligiendo ir a donde lo habían conocido como Jacinto y no como el caudillo de la hazaña. Supo siempre, con simple agudeza, que no había nadie que comiera puchero de fama.
Hay que tener claro que, así como el lector que se enfrentó a la narración de Stevenson por primera vez ignoraba que el irreprochable Jekyll y el abyecto Hyde eran el mismo individuo, lo mismo pasaba con el sencillo Jacinto y el inmenso Obdulio. Jekyll tenía claro que el hombre no es uno solo, sino dos. Obdulio Jacinto Muiños Varela sabía que, con la camiseta celeste sobre el pecho, los jugadores se volvían “doble hombres”. También fue dos veces inmortal, una vez a partir del 16 de julio de 1950 –cuando se perpetuó la leyenda del Negro Jefe‒ y la otra desde el 2 de agosto de 1996, cuando Jacinto murió sin grandilocuencias en su casa de Villa Española.
De Obdulio, se sabe todo. Lo que dijo, lo que hizo y lo gigante que se volvía cuando se calzaba aquella camiseta. Por eso, cuando salió por los bares de Río a tomar con los derrotados y a sentirse culpable por la tristeza de un pueblo entero, cuando le hablaron de “qué yogador era ese Obidulio”, era obvio que no lo iban a reconocer. Con quien aquellos brasileros estaban hablando y bebiendo era con el Jacinto que se escapó con un impermeable y un sombrero prestados al llegar al aeropuerto de Montevideo cuando la gente quería ver al capitán volviendo de conquistar el mundo, el hombre común que con el número 5 en la espalda se convirtió en una leyenda que nunca buscó ni quiso ser, el que quiso tomar distancia del mito conocido por todos, el amigo de unos pocos que escondía su sensibilidad tras una fachada aparentemente severa. Curiosamente, ese hombre nunca dejó entrar al Negro Jefe a su casa de la calle 20 de Febrero.
En su fuero íntimo, vivió esa dualidad sintiéndose más identificado con el Jacinto –como le gustaba que le dijeran apenas entraba en confianza– al que un año después del Mundial le robaron el Ford que le habían regalado, al que engañaron luego con la colecta para comprarse una casa y al que un día le negaron la entrada al estadio Centenario, que con el inmortal Obdulio que podía influir en la sociedad con el peso de sus opiniones y acaparaba las miradas y la admiración de los otros.
En esa identidad bidimensional, uno encarnaba los valores de la simpleza y la mesura, mientras que el otro era ese capitán poseso capaz de cargarse al hombro a todo un país al influjo de aquella camiseta celeste que lo transformaba en una persona diferente. Mientras uno buscaba la tranquilidad, su alter ego sostenía que un Mundial era la guerra y no una fiesta deportiva. Jacinto era un sabio de pocas palabras y lágrima fácil que se divertía con los dibujitos de Tom y Jerry; el Negro Jefe, un centrojás indomable al que todos temían y un mito al que todos admiraban. Pero al final, ninguno de los dos se dejaba imponer nada por nadie. Es que, a pesar de las apariencias, se trataba del mismo hombre.