UN PERFIL DE SEBASTIÁN PAPELITO FERNÁNDEZ, FUTBOLISTA
Podemos parafrasear a René Magritte, el surrealista belga que ilustró una pipa de tabaco y tituló la obra Esto no es una pipa, o podemos convertir esa referencia del arte universal en un chiste boludo y reírnos exactamente con el mismo tenor. Esto no es una entrevista.
Filipa se despierta y se acerca desde el corredor por donde entra la dorada tibieza del invierno. Los rulos de Filipa son como los de su padre, aunque su padre diga, con los ojos comprometidos, que se parecen a los de su madre, la abuela Mariela. Filipa tiene los rulos de la abuela. Sebastián siempre habla de la abuela, un libro abierto, un templo, una cobija. Sebastián siempre tiene para contar algo de Mariela, algo que leyó o que está leyendo, algo que estudia, un idioma que habla, esa posibilidad emotiva cotidiana. Sebastián se parece mucho a Mariela. Tienen el caminar de los que andan serenos por ahí.
Dice Valentina que le regaló un sillón a Sebastián porque él se queja a veces de que le duele la espalda por leer caído en la cama. Lo mira, se miran, se pasan el mate, son años de complicidad. El cuerpo de un futbolista pide descanso. Hay un desgaste que se agarra de ciertas partes y es como un perro que te mastica los garrones. Hay a quienes les cantan los isquios, hay quienes lo sufren donde nace el caminar, en el solio. Todo pasa por el solio. Hay quienes arrastran roturas viejas como amores descosidos. El cuerpo se va cansando, pero la cancha sigue estando divina. Entonces, Sebastián ahora lee en el sillón.
Sobre la mesa de luz hay una veintena de libros que son los empezados o los que están por empezarse. Cuando recomienda uno, lo sacude como si fuera un sonajero. Arriba están los de cuentos y más allá las novelas, la biblioteca la diseñó Valentina. Los libros les cortejan los sueños, o los custodian, o son como puentes astrales. En la ventana hay cáscara de naranja secándose.
Se sabe que Lautaro y Alejo juegan bien a la pelota; nacieron entre los goles de papá con un equipazo que había armado el Málaga, y la experiencia por demás humana que vivió en el Rayo Vallecano. Cuando el cuerpo de un futbolista canta, bueno es saber quién hay al lado. En el Rayo una lesión lo alejó de la grama, pero lo acercó al alma, al alma del nido del barrio de Vallecas.
Clementina también juega bárbaro al fútbol. Lautaro, Alejo, Clementina, Timoteo y Filipa conviven con el juego que ha hecho reír a su padre toda la vida. Entonces, la pelota es eso para esa chiquillada, correr atrás de una risa, aunque haya que ganar o ganar.
Seba distribuye el mate, es como un cinco. Va para Valentina, viene para mí, va para Natalia. Filipa sigue el ritual con ojos inquietos. En un rato cae el resto de la gurisada, en caronas de padres y madres. Hay pelotas y buggies regados hasta la pared del fondo donde hay manos marcadas y promitentes autógrafos de tiza.
Cuando conocí a Sebastián me hizo tres goles en una práctica. El Pato Lage, que era el técnico, no lo podía creer. No dábamos la talla los que veníamos jugando en las inferiores de Miramar con aquel petiso desprejuiciado que cayó con los botines colgando del hombro. Yo no sabía si pegarle un viandazo o pedir el cambio y no terminé haciendo ninguna de las dos. El petiso estaba endiablado, jugaba como en un campito, como sus gurises juegan ahora, pero con la fuerza de un adolescente bien morfado, y el hambre de ganar de un amante del fútbol. Esa competitividad lo llevó por el mundo. En Miramar fue el despegue, le hizo un gol a Elduayen en el Centenario la primera vez que jugamos los pibes de titulares. Sebastián ni siquiera había soñado con eso. La encontró en el área chica y, con la ayuda de un pozo, la pelota terminó en las piolas. Se sacó la camiseta y corrió riendo con una musculosa que decía “Para vos, Hongo”. Hongo, su hermano. Todo era un juego de niños. Con la violeta del Parque Rodó elevó la vara, confirmó aquellos destellos a mil rayas y se anotó en la historia con el título de campeón. Una gesta de recordados apellidos como el del Zurdo Lamas, o el del Facha Ferreira, el del Tata González o el del Chino Navarro, o el de Martín Silva, un cuadrazo. Lo que vino después fue una nube negra que tuvo que ver con su rodilla: por la bisagra le dijeron que no en México y en Holanda. En la tierra de los tulipanes, cuando le preguntaron qué precisaba para sus últimas horas en el país, pidió una bici. Recaló, sin saberlo, en una de las mejores páginas de su historia: la camiseta de Banfield.
Vistió el percal selecto de la selección celeste del Maestro Tabárez. Jugó un Mundial, con todo lo que eso implica. Es recordada la vez que se durmió en la habitación del hotel y bajó tarde a desayunar en pleno auge del profesionalismo. A su compañero de cuarto se la cobrará de por vida. Otra de las veces de los aviones con la más linda camiseta, llegó al aeropuerto sin el traje con el que tenían que viajar. Mezcla rara de penúltimo linyera y la élite del fútbol criollo.
En el termo tiene un pegotín de Nacional. Esa otra página lo identificará para toda la vida. Aunque pueda hacerle goles con la camiseta de Liverpool, o con la de Danubio, donde volvió al grillerío de las canchas más folclóricas del país. Todavía le queda cuerda a la carcajada que se desata cuando convierte. Está vigente la picardía, ese segundo que se toma para encarar, esa forma fantasmal de aparecerse en el área y llenarse el buche de gol.
Está bastardeada la risa. Aunque pertenece a los inclaudicables diarios. Todavía hay que pedir permiso o perdón por la carcajada. Y hay para quienes supone un privilegio. Hay dolores que acompañan a quienes ríen por la vida. Hay tristezas y preguntas y está la inefable conversación con el rollo propio, el cercano. Hay alegrías que acompañan a quienes ríen por la vida. Así como hay alegrías que resuenan en quienes andan penando. Pero hay un valor impostergable en abrir la puerta y reír antes de decir hola. Así es Sebastián Fernández, el Seba, el Papelito: una antología de goles ilustres, hasta uno con la mano que es un homenaje al fútbol y encima en un clásico contra el tradicional rival, un corazón al sur en Banfield, otro en La Blanqueada, otro en Vallecas, o es acaso el mismo que late blanco bajo cualquier camiseta.