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Los Protagonistas, por Pablo Aguirre Varrailhon




“No te quedes en Maracaná… pero prendételo como una escarapela y recordalo cada 16 de julio”

 

La frase la inmortalizaron Julio Julián y Chato Arizmendi en el tema musical “Un domingo sin vos”, y puede expresar el sentir de la mayoría para reflejar esa delgada línea entre vivir de recuerdos y tomarlo como un mojón para saber que se puede. A setenta años del “Maracanazo”, un recuerdo de aquellos hombres que lograron esta gesta para que no olvidemos la mayor hazaña en la historia del fútbol.

Cuando escribimos estas líneas, todavía estamos confinados en el estrés de no tener fútbol uruguayo cada fin de semana, obligados a ver partidos viejos y tribunas vacías reflejadas en las imágenes del mediodía europeo. Qué tristeza. La conversación habitual refleja el asombro de estos tiempos, cuando cambiamos las camisetas por tapabocas con los colores de nuestra pasión. “¡Cuatro meses sin fútbol!, ¡algo nunca visto!”, se escucha por ahí, y capaz que lo repetimos nosotros en nuestro interior, en nuestra tristeza interior. ¿Y que tendrá que ver esto con Maracaná, el gol de Alcides y la pelota bajo el brazo de Obdulio?

Precisamente, si hablamos de la gesta de 1950 no nos podemos remitir solamente a lo que hicieron estos hombres mientras duró el invierno de ese año. Todo comenzó antes, mucho antes, pero podemos dar un punto de partida en el año 1948, cuando los jugadores del fútbol uruguayo iniciaron una huelga que paró las actividades durante siete meses, y dejó trunco un torneo en el que no se declaró un campeón. Por eso, cuando hablamos de cuatro meses sin que ruede la pelotita, no estamos ante el primer caso –al menos– en nuestro país.

El primer paso para esa paralización fue fundar la Mutual Uruguaya de Futbolers Profesionalesel 6 de agosto de 1946, con personería jurídica desde el 11 de diciembre de ese año, para luego organizarse y buscar una equiparación en los derechos de los jugadores: hasta ese momento los clubes podían rescindir los contratos cuando les quedara mejor, sin derecho a reclamo alguno o, por el contrario, si el contrato vencía, la ficha seguía siendo del club, entre otras cosas. La primera directiva estuvo presidida por Enrique Castro, acompañado por Obdulio Varela, Dalton Rosas Riolfo, Homero Blanco y Hugo Bagnulo, entre otros. La Asociación Uruguaya de Fútbol (AUF) no quería reconocerlos como interlocutor válido en nombre de los jugadores, a quienes de cualquier forma desconocía en cualquier manera que fuese colectiva.

Fue así que el 14 de octubre de 1948 se llegó a la citada huelga de futbolistas, hasta el 3 de mayo del año siguiente, con importantes conquistas para la joven gremial que realizó su multitudinaria asamblea inicial en el exlocal de la Asociación Española de la calle Paraguay, entre San José y Soriano. No fue un camino fácil para los jugadores que vieron mermadas sus fuentes de ingreso, aunque contaban con el apoyo de buena parte de la opinión pública, pese a tener escasos medios donde explicar sus cometidos. Ya la sombra de Obdulio cubría lo suficiente, no teniendo reparos en salir con los tarros de yerba para pedir la colaboración a la población, o salir a trabajar en otro oficio (albañil) para parar la olla.

También supo marcar la cancha para los suyos. “12 de diciembre de 1948. La mutual llama a Asamblea para informar sobre la marcha del conflicto. Ya con un buen número de asistentes aparece Obdulio Varela. Encaminándose hacia la mesa dirigente constituida les pregunta: ‘¿Hay algo nuevo?’. De la mesa se le responde ‘No, por ahora no’. Entonces Obdulio regaña: ‘Y si no hay nada nuevo… ¿a qué nos llaman?’. Dándose media vuelta, sus pasos se encaminan hacia la salida. A todo esto, media sala se levanta y se va tras él”. Palabras de Dalton Rosas Riolfo, que describen de cuerpo entero al Negro Jefe y que también pintan los vaivenes políticos que se vivían en los pasillos de la Asociación que tendrán injerencia directa hasta el comienzo del torneo en 1950. Casi dos años de un periplo de idas y vueltas, problemas y conflictos que solo subsanarían por un tiempo con la obtención de la copa.

El Mundial postguerra

Uruguay fue campeón mundial en los Juegos Olímpicos de 1924, 1928 y en la primera edición de la Copa del Mundo jugando de local en 1930. El boicot sufrido en carne propia sembró el resquemor para las dos siguientes ediciones “europeas” de 1934 y 1938, ganadas por Italia bajo el mandato de Mussolini, que presagiaba un nuevo terremoto bélico a nivel global. La FIFA no pudo proclamar la próxima sede, que por aquellos fines de la década del treinta tuvieron a Alemania y Brasil entre sus candidatos. La pausa obligada marginó a los europeos del siguiente mundial, pero a Brasil se le sumó un nuevo rival que tampoco tuvo suerte: Argentina. Los albicelestes decidieron no participar de las eliminatorias para el torneo, y algunos equipos que lograron clasificar –como le pasó a Uruguay en 1930– también desistieron de competir. Consecuencia: una nueva edición con trece selecciones, al igual que la desarrollada en nuestra tierra veinte años antes.

Las delegaciones ya no vendrían en barco, lo harían en avión –salvo excepciones–, lo que motivó a los organizadores, junto a otros “gastos”, a imponer cambiar el formato de disputa de una manera singular, tanto que hasta el día de hoy fue por única vez. De cada uno de los cuatro grupos saldría un clasificado para formar una segunda ronda final donde jugarían todos contra todos a partido único. El que más puntos ganase sería el campeón. Este formato incrementaba el número de juegos, ayudando a solventar los gastos organizativos, aunque también podría pensarse que le brindaría al local un pequeño seguro ante mínimos riesgos, como perder un partido y quedar fuera de la competición.

El 15 de febrero de 1950, la comisión organizadora tuvo una sesión en París, donde resolvió los siguientes puntos: a) acordar con la Confederación Brasileña de Deportes las dimensiones de los terrenos de juego; b) que todos los postes de los arcos deberían ser cuadrados y en ángulo recto; c) todos los partidos con luz artificial no serían autorizados y d) todos los jugadores deberían estar provistos de zapatos. Ojo, que esto último no es broma: era más que nada para prevenir a los jugadores de India que si decidían participar no podrían hacerlo descalzos como era habitual su práctica. Otra novedad era la participación por primera vez de Inglaterra, a quienes en la disputa del torneo parece haberles quedado claro que el fútbol ya tenía una realidad que no iba acorde a su juego, como cita Eduardo Galeano en su libro El fútbol a sol y sombra:“el combinado inglés cayó derrotado ante los Estados Unidos, créase o no, y el gol de la victoria norteamericana no fue obra del general George Washington sino de un centrodelantero haitiano y negro llamado Larry Gaetjens”.

La “tranquila” Montevideo

Aquel país que destellaba todavía con el viento de cola de la Segunda Guerra, vivía de renta por el producto de los años de las vacas gordas hasta ver cómo la realidad mundial aceleraba su ritmo de a poco a contrapelo del nuestro “como el Uruguay no hay”. Eso también fue Maracaná. Cómo muchas veces a pesar de las dificultades y de la negligencia propia se obtienen resultados que pueden parecer mágicos, pero no lo son. El seleccionado nacional no tenía definida la dirección técnica, todo se manejó en vaivenes que tenía una lucha sin cuartel entre los llamados “grandes” de nuestro fútbol: cada uno quería imponer su candidato, lo que llevó a una larga disputa que prácticamente se dirimió a menos de dos meses de… comenzar el Mundial. Muchas veces caemos en la inverosímil lógica de creer que porque algo se hizo de determinada manera, repetir ese formato puede llevar al éxito. Sin embargo, estos errores organizativos –que se reiteraron por décadas– no dieron un nuevo Maracaná, lo que con los actuales procesos de selección parecen quedar superados.

Como apuntábamos, tanto Nacional como Peñarol procuraban incidir en la elección final del conductor del equipo uruguayo; mientras tanto el profesor Romeo Vázquez de manera interina, y con muy bajo perfil, llevó adelante este papel por un buen tiempo: su premio fue acompañar al designado en el cargo, Juan López, quien ya lo había desempeñado en el año de la huelga (1948) ante brasileños por la Copa Rio Branco (ganándola) y ante Argentina, obteniendo la copa Juan Domingo Perón en cancha de Huracán de Parque Patricios. Este hombre, surgido en el barrio Palermo, quiso ser un zaguero aguerrido que no tuvo mayor futuro en Central, el club donde obtuvo sus primeras experiencias en la máxima categoría. Augurando su futuro comenzó por tomar el botiquín con dieciséis años, para después dirigir a La Cumparsita en la Liga Palermo.

En 1944 dirigió a Central y un par de años más tarde a la Selección de Florida, siendo designado como socio número uno de la Mutual de jugadores por su apoyo constante. Juan tenía una gran virtud: saber escuchar y también asesorarse de la mejor manera. Antes de designar el plantel uruguayo consultaba y mantenía, como tantos otros, la tradición oral de los grandes campeones: el Vasco Cea, José Nasazzi, Andrés Mazzali, Lorenzo Fernández, Héctor Manco Castro, Aníbal Tejada, entre tantos otros. Esta tradición se podría decir que no se repitió a partir de la generación del cincuenta, a quienes los años venideros parecen haberlos olvidado prácticamente. Juan invitaba a sus colegas a un entrenamiento para compartir impresiones, sobre todo si lo visitaba quien consideraba su mayor referente: Alberto Supicci. Todos los nombres expresados en este párrafo merecen el mayor de los respetos.

No aplicaba multas y confiaba en el compromiso de sus jugadores, a quienes respetaba por sobre todas las cosas, por eso ellos mantenían reciprocidad. Perfil bajo, pocas palabras, no lo hacía permeable ni mucho menos. Posteriormente dirigió a Peñarol y en un momento prescindieron de sus servicios. Al tiempo lo fueron a buscar nuevamente y no aceptó: “a mí me echan una vez”, sentenció. Jamás se creyó dueño de la verdad, y si le hacían una sugerencia sabía tenerla en cuenta, como cuando Ghiggia en el entre tiempo del partido ante Brasil le pidió si se podía acomodar un aspecto técnico y él lo aceptó. No hace falta contar qué pasó después. Esto no demostraba desconocimiento ni mucho menos: era consultado por muchos colegas sudamericanos y europeos que querían saber su opinión a través de informes escritos.

Para cuidar la Ciudadela

Si uno analiza el plantel que viajó a Brasil para disputar el Mundial de 1950 puede ver que los responsables de su designación buscaron experiencia en determinados puestos, y sobre todo en el arco, donde no se improvisó: Roque Gastón Máspoli y Aníbal Paz, los guardametas de cada uno de los grandes, que a su vez eran los jugadores más mayores del plantel junto con Obdulio Varela. Aunque algunos no lo recuerden, Máspoli jugó en las divisiones juveniles tricolores, y no es la única coincidencia con Aníbal Paz: ambos jugaron en Liverpool, y también fueron citados por primera vez para vestir la celeste jugando en los mal llamados cuadros chicos, hecho que sumó para que ellos pudieran pasar a jugar en cada uno de los principales rivales de nuestro fútbol. También jugaron alternadamente en los partidos previos al torneo mundial, tratándose de dos grandes ganadores a lo largo de la historia del fútbol uruguayo; finalmente el titular fue Roque Máspoli en tres de los cuatros juegos, ya que contra Suecia lo hizo Aníbal Paz, porque su compañero tenía lesionada una mano. Paz jugó más de quinientos partidos en Nacional, “ágil y atento, Paz fue, creemos, el fundador del grupo de los arqueros que gritan. Cuando la jugada lo requería, daba en voz tan alta que llegaba a las tribunas sus instrucciones a sus backs”1. Roque sabía lo que era pelearla: en Peñarol no venía siendo asiduo titular ya que los últimos entrenadores aurinegros ponían por encima a otro gran arquero, Flavio Pereyra Nattero, quien también estuvo en la consideración previa del magno torneo, junto con Walter Taibo y Luis Radiche. Material sobraba. La carrera de un ser excepcional como Don Roque –como pasó a denominarse con los años– siguió en la dirección técnica con una profusa carrera en títulos tanto en Peñarol (principalmente) como en la selección uruguaya donde, por ejemplo, obtuvo la Copa de Oro de 1980/81 (Mundialito).

Por entonces, el tema era decidir para cada puesto quiénes eran los mejores entre muchos que –a diferencia de la actualidad– jugaban semana a semana en nuestro fútbol, y en caso de partir al extranjero era probable que se les perdiera un poco la pisada, aunque dejaran una gran estela de recuerdo: fue el caso de José Loncha García, formidable delantero transferido al Bologna de Italia en una cifra considerable con la que su club, Defensor, pudo construir el gimnasio. Así y todo, la AUF intentó tenerlo en sus filas para el Mundial: “una de las mayores satisfacciones de mi carrera es que en 1950 la Asociación Uruguaya de Fútbol le mandó un telegrama al Bologna solicitándole que me autorizara a integrar el seleccionado […] Pero como Bologna había pagado tanta plata por mi pase no me dio el permiso”.2

Pero volviendo al tema inicial, se buscaba no desproteger el aspecto defensivo a través de un equilibro entre experiencia y nuevos valores. Previo a la nominación de Juan López, se probó varias duplas en la zaga, donde predominaban en la titularidad William Martínez y Héctor Vilches, zagueros de los equipos de la Villa, Rampla y Cerro respectivamente. William, con apenas 22 años, formó parte del plantel pero no jugó en el Mundial, aunque oportunidades no le faltaron inmediatamente después de este torneo, con una profusa carrera con la Celeste en más de cincuenta partidos, siendo también Campeón de América. Él mismo contó que era titular en el Mundial, pero se confió perdiendo la línea física, y Matías Gonzalez, el León de Maracaná, ocupó su lugar. William es de los pocos jugadores que consiguió los máximos logros a nivel sudamericano y mundial tanto con la selección como con clubes, algo que no es nada común. Matías jugó toda su carrera con la albiceleste y se consagró en Maracaná, luego de un camino que no le fue sencillo por participar del plantel del torneo Sudamericano de 1949, donde no fueron jugadores profesionales por la huelga que detallamos al comienzo. José Nasazzi le veía más que condiciones y luchó por él hasta calmar las aguas con la Mutual, junto a su presidente, Enrique Castro.

No fue el único gesto de la Mutual para con el combinado, previo a la disputa del Mundial. Enrique Castro recibió del presidente de la División Mayor de Fútbol Colombiano, Humberto Salcedo, una carta “en la que solicitaba el envío de 12 jugadores perfectamente determinados para ingresar al fútbol colombiano, como un equipo uruguayo en los certámenes que aquella liga realiza”. Agregó el Sr. Enrique Castro que ni personalmente, “ni como presidente de la Mutual, estaba dispuesto a hacer de intermediario para tales fines, que contrarían el anhelo de la Entidad, que es que Uruguay cuente con sus mejores jugadores, para la obtención por cuarta vez del Campeonato Mundial de Fútbol a realizarse en Brasil”.3 El hecho fue en agosto de 1949, y se hizo constar en actas de la Mutual. La diferencia económica era abismal entre lo que percibía un jugador en Uruguay y en Colombia, como lo puede ser ahora. Muchos se fueron y otros no pudieron o no quisieron, prevaleciendo otros valores diferentes al dinero.

Eusebio Ramón Tejera –el otro back titular– fue tentado para ir, y después de muchas idas y vueltas (había estado por irse a Colombia, como tantos) se quedó para rendir en Nacional y la Selección, aunque su forma física no era la mejor previo al Mundial. Sin embargo, el profesor Romeo Vázquez, cuando Juan López todavía no era el técnico, lo ayudó a recuperarse junto a sus compañeros y lograr estar lo mejor posible para la cita, cosa que pudo concretar, ya que jugó los cuatro partidos. Finalmente fue a Colombia en 1951. Su suplente fue Héctor Tito Vilches, de quien hay un enorme cuadro en la sede de Cerro. Sin embargo, sus orígenes se remontan a los auriverdes del Cerrito, con un particular récord: fue el primer jugador que la joven institución (Cerrito es de 1929) transfería a un equipo de primera división. Curiosamente este hecho traería la incorporación de otro joven valor de este barrio para los albicelestes, quien jugó el partido decisivo en Maracaná con menos de veinte primaveras: Ruben Morán (ver Túnel, julio 2018, El héroe silencioso). Y si se quiere, este precioso barrio donde la Iglesia hace de faro y referencia, tuvo tres representantes al menos en el Mundial de 1950: ellos dos y el árbitro Esteban Marino, que curiosamente participa en la fundación de los dos clubes de la zona, Cerrito y Rentistas. El barrio estaba bien representado.

Muchas veces comentamos que fulano “estuvo en el plantel, pero no jugó”, y se busca menospreciar el valor de las personas cuando en realidad los méritos y fracasos –como en cualquier orden de la vida– lo generan los grupos humanos y quienes desde el túnel o el costado alientan y vigorizan a los compañeros cuando las piernas no responden. Otros lamentablemente no pudieron estar, como lo señalamos en estas líneas, y si hablamos de defensas no podemos olvidar a Ruben Vanoli, zaguero izquierdo de River Plate, que tuvo la “mala pata” de lesionarse en la Copa Rio Branco con Uruguay. Picún, como se lo conocía, con su clásico bigote, era afable y componedor. En uno de los viajes con la selección, un compañero no quería compartir habitación con Matías González por la cuestión de la huelga: la solución la trajo él, cambiando de lugar para traer la paz. En 1950, River pagó caro la gira que había hecho por Colombia, ya que muchos jugadores se fueron a comienzos del año para la catalogada “liga pirata” de aquel país, representada por Salcedo y ayudada por algunos compatriotas que no vale la pena recordar. Sin embargo, Ruben Vanoli no quiso ir por convicción y por la palabra dada: a los darseneros se les fueron cuatro jugadores a una liga no afiliada a FIFA, por lo que el club no recibió compensación alguna. Va en el recuerdo de Ruben Vanoli el mismo homenaje para José Riobó (Defensor), Walter Holdoway (Liverpool) y Felipe Carrizo (Rampla), zagueros que también formaron parte en algún momento, como también José Santamaría, recién surgido pero que incluso pudo formar parte de la delegación: “tuve chance de integrar la delegación hasta la última práctica en donde, por una decisión mía, quedé afuera. Llegué al Estadio para el entrenamiento y faltaba por ser designado el suplente del centrojás. Para ese puesto estaba Ortuño y yo, pero como a mí me habían comenzado a poner de zaguero derecho en Nacional, dije que yo de centromedio no aceptaba jugar. Y entonces fue Ortuño y me quedé sin ser Campeón del Mundo. El jueves fue la práctica y el viernes salió el equipo rumbo a Brasil”.4 Igualmente, el destino de José quedó ligado a la gran historia del fútbol, sobre todo en el Real Madrid, pero con el corazón siempre puesto en nuestro país y en su Nacional.

La innovación uruguaya

“Juan López, entrenador del equipo nacional de Uruguay, en declaraciones que tenemos ante nosotros, aclara la forma de situar sus jugadores en el campo: los números 4 y 6, Gambetta y Rodríguez Andrade, marcan a los extremos; el 2, Matías González, es ‘defensa derecho’ y trabaja sobre el centrodelantero; y los números 5 y 3, Obdulio Varela y Tejera, mediocentro y defensa izquierdo, vigilan el interior izquierda y derecha, respectivamente. ¿Qué es esto más que el punto de arranque y fundamento de la M defensiva? ¿No están los tres defensas y dos medio volantes?”5, escribe Pedro Escartin, jugador, árbitro y periodista español que destacaba el ensayo del sistema táctico llamado W-M (3-2-2-3), atribuido a Hebert Chapman, entrenador inglés del Arsenal, basado en una modificación reglamentaria en la ley del offside de fines de los años veinte en el siglo pasado.

Con Obdulio de eje medio, Uruguay ya tenía prácticamente lo que hoy conocemos como laterales volantes con Schubert Gambetta y Víctor Rodríguez Andrade. El Mono es una de las grandes leyendas de nuestro fútbol, dueño de un carácter que trascendía lo futbolístico: “una tarde allá por el 37 caí en el Parque Central donde practicaba el equipo superior. Y veo en la reserva a un muchacho en el que teníamos muchas esperanzas, Gambetta. Andaba a las patadas con los del equipo superior y paré la práctica. Mono, le grité, me vas a dejar sin cuadro a las patadas. ¡Cuando se arrimó vi que estaba descalzo!”,6 contó alguna vez nada menos que el Dr. Atilio Narancio. El propio jugador contó que jugar con esa vehemencia le costó caro, “apuntá que te vas a olvidar. Fracturas en los dos brazos, operación de los maxilares, fracturas de los tobillos, cirugía plástica en el pómulo derecho por hundimiento”. Quien no sabe de este extraordinario jugador puede pensar que solo sabía pegar patadas, y no es así: poseía una técnica mayor a la que muchos creían, ayudada por su potencia física que lo hacía imparable jugando en muchos puestos de la cancha.

En el otro sector jugó Víctor Rodríguez Andrade, familiar de Leandro Andrade, La Maravilla Negra del 24, 28 y 30; la leyenda continúa. Juan López significaba mucho para él (“a Central le debo todo, todo. Le debo la vida. Y Juan López para mí fue un padre, un padre, sí ponelo bien grande. Fue mi padre”).7Le pidió si podía jugar sobre el andarivel izquierdo, lo cual cumplió notablemente, pero con la bronca que el gol de Brasil vino por su lado, aunque perjura que fue offside. “Cuando Friazza picó el línea levantó la bandera. Y en ese segundo que perdí, levantando la mano y esperando el pitazo, el brasileño se me fue los metros suficientes como para llegar de cara a Máspoli. Pero te lo juro, fue offside. Y te lo juro también, el línea levantó la bandera”.7 En el Mundial siguiente (en Suiza) juega sobre la derecha, una copa que de no ser por algunos detalles que ahora no vienen al caso, podría estar en nuestro país. El partido del siglo de la ciudad de Lausana donde los celestes perdieron el invicto histórico en Mundiales ante Hungría, dejó huellas en los rivales, como por ejemplo Puskas: “Buen equipo el uruguayo. Tenía el mejor marcador de punta que vi en mi vida: el negrito Rodríguez Andrade. Justo que convertimos el tercer gol, él se estaba reponiendo de un choque con Czibor. Estaba fuera del campo. Eso es suerte ¿no?”.7

Después vino la hora de dirigir en Central y Liverpool, aunque la tarea no era de su mayor agrado. Es el mismo Víctor que en la madrugada del 27 de junio de 1973 le tocó recibir en su empleo, en el Palacio Legislativo, a los militares que dieron el golpe de Estado, en ese empleo que le facilitó luego de cuatro años Risso Sienra, con quien se veían en un club de bochas. Víctor –como su tío Leandro– era candombe en estado puro, al igual que Juan Burgueño, el moreno jugador de Danubio que estaba pronto si el Pepe Schiaffino andaba flojo, cosa que no sucedió. Cumba tiene una anécdota previa al encuentro con los españoles, cuando los periodistas ibéricos se hicieron presentes en la práctica oriental, dialogando con un compatriota: “no quiero ni pensar qué ocurrirá con ese moreno endiablado frente a nosotros. Rompe todos los esquemas y es imposible marcarlo”, a lo que le respondieron “¡pero hermano! ¡si ese moreno es el suplente! Con el que van a tener que preocuparse es con Schiaffino, que es el titular”. El periodista con la mandíbula en el piso responde “¡Dios me asista! Si ese negro es el suplente, cómo será entonces el titular”.8

Juan ya contaba con la amistad de Míguez y Ghiggia cuando se iniciaron en Sud América, y su rendimiento con la naranja fue lo que le habilitó jugar en la selección, en 1946 por la Copa Rio Branco. A la vuelta de este viaje por Brasil fue transferido a los bohemios de Atlanta, en Buenos Aires, donde viajó con Alcides, que lo hacía como prueba. En un amistoso formaron esta delantera, anote y preste atención: Ghiggia (que era desconocido), Pedernera, De Sagastizábal, Burgueño y Rossi. Para su suerte en el plantel mundialista contaba también con Carlos Chueco Romero, compañeros en Danubio con quien se entendía de memoria, como lo cuenta el propio Cumba: “¡Qué jugador, y qué persona! El Chueco fue un artífice dentro de la cancha, uno de esos delanteros para el asombro, capaz de driblear en una baldosa, pero fuera de aquellas, el amigo íntegro, a carta cabal, tanto con compañeros como rivales”. Romero, quien ostenta el récord de ser el jugador que más veces visitó la camiseta de Danubio, falleció a la temprana edad de 44 años.

Juan Carlos González comenzó como titular en el lateral derecho los dos primeros partidos, llegó a este Mundial de la mano de la “Máquina del 49” en Peñarol. La contracara fue José Cajiga, que por una lesión se perdió la cita en un partido ríspido con Chile en Santiago; el Ñato jugaba con suceso en Nacional, equipo campeón ese año, nada menos. Zurdo, de rendimiento parejo, comenzó jugando en Rampla Juniors, con vasta experiencia en la selección desde 1945. ¡Cuántos jugadores de los cuadros en desarrollo eran citados a la selección! Sin video, ni cámaras, simplemente se los iba a ver jugar. Washington Ortuño ocupó ese lugar en el plantel pero no jugó, otro lateral de muy buenas condiciones que tuvo una fatalidad al cierre de 1951 cuando se quebró y ya nada fue igual. “Llamaban la atención los nuevos jugadores, como Washington Ortuño, un junco por largo y por flexible en cuyos pies la pelota –a veces del color anaranjado que solía usarse– era un pequeño juguete: Embalaba Ramón Castro en busca de Ortuño, que le daba la espalda sobre la raya del out con la pelota en los pies. Lo vio venir el grone, la pisó, se hamacó y un poco como por arte de magia salió al revés y al tranco con la pelota, mientras el puntero seguía de largo. Surgió el grito imponente, disparatado, ¡Ortuño, sos el hombre más lindo del mundo!”.9

Y en el medio de todo esto… el eje medio, el emblema que se transformó en leyenda, tanto para los vencedores como para los vencidos. Con la pelota bajo el brazo protestando offside en el gol de Brasil, trancando fuerte y con la voz de mando para mirar a cada uno a los ojos y gritar “¡vamos que a estos japoneses les ganamos!”. Hablar de Obdulio (surgido en Wanderers) es recordar el momento cúlmine de la Copa del Mundo, cuando Jules Rimet –en medio de la multitud– se encontró con la figura del capitán uruguayo y no supo qué decir, mientras en pocos segundos le daba la copa y arrugaba los papeles de un discurso que guardó como pudo en el bolsillo del saco, mientras descendía del palco en Maracaná bullanguero, y en pocos minutos encontrar un silencio incómodo hasta para los propios uruguayos. Era la angustia brasileña. Pero, si no jugaba Obdulio Varela ese partido –cosa que por suerte no sucedió, como sí ocurrió cuatro años después en Suiza ante Hungría en esa fatídica semifinal–, ¿quien ocupaba su lugar? El fraybentino Rodolfo Pini, eje medio de Nacional ganador del Quinquenio junto a Aníbal Paz y Schubert Gambetta, de gran técnica y desplazamiento. Su hermano Raúl pudo ser parte del plantel, pero al irse a jugar a Millonarios de Colombia tuvo que vivir la consagración en pleno campo de juego con su novel equipo, aquel 16 de julio. Después del retiro continuó como entrenador, dirigiendo a su hijo en Fénix a mediados de los sesenta.

La pieza que faltaba

Como un puzle aquella delantera precisaba sus engranajes para que la máquina funcionara perfecta. Ghiggia, Hohberg, Míguez, Schiaffino y Vidal, emulando la delantera de Peñarol en 1949 que tuviera notable suceso bajo la tutela (y creación) de Emérico Hirsch, controversial entrenador por aquellos años en el Río de la Plata. Ernesto Vidal, nacido en Trieste, Italia, llegó a los aurinegros proveniente de Rosario Central como un prometedor puntero, logrando la ciudadanía oriental con la que pudo jugar el Mundial de 1950, salvo el último partido. Sin embargo, otra de las piezas era Juan Eduardo Hohberg, un cordobés que le daba con un fierro a la pelota pero que no pudo jugar en el torneo: no tenía los “requisitos” para sacar el documento correspondiente, y por más que la AUF lo intentó la FIFA lo vetó. Faltaba una pieza, ¿y ahora? Walter Gómez había sido suspendido por agredir a un árbitro y Antonio Liberti (presidente de River Plate argentino) se lo llevó. Un botija de River que había pasado a Nacional (pero que no había debutado oficialmente con los tricolores) se convirtió luego de un duro trajinar en el encastre perfecto: Julio Pata Loca Pérez, surgido en Racing por su cercanía con Sayago, y de segundo nombre Gervasio por haber nacido el 19 de junio. Entró en el segundo tiempo de un amistoso en el que el combinado no daba pie en bola, se juntó con el Cotorra Míguez para meter diagonales y de ahí en más fueron inseparables. Él y Juan Alberto Schiaffino, el Mago en la jerga del fútbol, eran los encargados de llevar la globa para el juego de ataque, donde se desplegaban los tres artilleros.

Juan Alberto Schiaffino fue considerado por muchos el mejor jugador del mundo en su época, al punto de ser transferido al Milan de Italia con 29 años y jugar tranquilo durante ocho años, llegando incluso a vestir la nazionale italiana. Su padre provenía de aquella tierra, por lo que fue apodado Pepe, aunque de la manera más casual, “era tan movedizo que una amiga de mi madre dijo “questo bambino e’ pepe”. Pepe es pimienta en italiano”.10 Al comenzar el segundo tiempo del partido con Brasil, Uruguay recibía un gol y el estadio Maracaná comenzaba a sambar, se sabía que la alegría era solo brasileña. Contra lo que muchos creen, aquellos convidados de piedra habían tenido chances más claras de abrir el tanteador que el hasta entonces gigante local, cuando Míguez reventó una pelota en el palo, o cuando Morán shoteó por arriba del travesaño con el arquero rival ya vencido.

Uruguay lejos de amedrentarse fue en busca del empate y lo logró: “Bigode despejó fuerte al mediocampo. Recuperó Gambetta, quien entregó a Pérez y este cedió a Varela. El capitán habilitó a Ghiggia, quien superó a Bigode, picó por la punta derecha y metió el pase hacia atrás al área. Schiaffino acompañaba la jugada y remató de primera. La pelota entró alta, a la izquierda de Barbosa, quien se arrojó estirando su brazo sin alcanzar. El gol fue recibido por un profundo silencio en las tribunas, pese a que aún con el empate Brasil era campeón”.11 No fue un centro a la olla, fue una jugada concebida con claridad, y no todos son capaces de anotar como lo hizo Schiaffino, aunque él mismo reconoce que no salió como esperaba: “tenía que tirar, como venía, con la pierna derecha. Entonces trato de calzarla para colocarla en el otro palo, a la derecha de Barbosa. Pero la pelota sale a la izquierda, de abajo a arriba, fuerte, y entra a la izquierda del golero. Le pegué si se quiere ‘mal’ y salió bien. Tuve suerte. ¿Por qué no voy a decirlo?”.10

Si algo le sobraba al fútbol uruguayo por aquellos años eran punteros, fíjense que en el plantel campeón, aparte de Ghiggia y Vidal, viajan el ya mencionado Ruben Morán y Julio César Britos, pero hubo otros que perfectamente pudieron estar nominados en esta lista, como por ejemplo Juan Ramón Orlandi, de Nacional, que se lesionó a menos de un mes y había sido partícipe de los partidos previos. Puntero izquierdo de jerarquía y goleador, surgió en Bella Vista a muy temprana edad, sufriendo una fractura que le quitó sensibilidad para disparar con la pelota quieta o los córners. “En ese momento decide aprender por su cuenta, y empieza a observar a jugadores como Luis Ernesto Castro que más que pegarle a la pelota, la acariciaba. Con una pelota de goma en el corredor de su casa, insistentemente comienza a practicar todo el día hasta que finalmente adquiere toda la precisión que terminaría por determinar una manera de jugar”.12

De la vereda de enfrente, ya nombramos a los titulares de aquella delantera de lujo, que tenía como reserva nada menos que a Julio César Britos y Hugo Villamide; el primero formó parte del plantel campeón del mundo, con un mayor grado de experiencia que incluso lo llevó a jugar en el Real Madrid, mientras el otro era un prominente valor de menos de veinte años, que al igual que Juan Ramón Orlandi jugó varios partidos previos a la Copa del Mundo, pero quedó afuera de la lista final y también tuvo la chance de jugar en España (Español de Barcelona y Mallorca). Britos y Villamide comparten algo más: cruzaron la vereda para estar en el plantel de Nacional cuando los convocó Ondino Viera en 1955. Ambos también fueron titulares en varios partidos previos al Mundial, pero como reconoce el propio Julio, con mayor experiencia, “el destino tiene esas cosas, y nadie puede contradecirlo. Partí como titular, pero al final terminé de suplente, y no me quejo, por supuesto, ya que el Negro Ghiggia se destapó de manera asombrosa, fuera de serie en verdad. Pienso que él y Julio Pérez fueron los artífices del triunfo en la épica final de Maracaná. No había manera de pararlos, y al final los brasileños perdieron el rumbo”.13

Como centro delantero no cabía duda de que Óscar Omar Míguez, el Cotorra, tenía el número puesto en la delantera, para organizar su juego con sus amigos, Julio Pérez y Alcides Edgardo Ghiggia. Los tres tenían entre 22 y 24 años, siendo prácticamente “desconocidos” para el mundo futbolístico. Si bien Óscar era de fierro, el que siempre estuvo pronto fue Luis Alberto Rijo, delantero de Central que también fue campeón con la selección de Durazno. Su nombre quedó asociado a la mejor historia del equipo de Palermo, que lo homenajeó en su sello, cuando la institución cumplió su centenario, junto a los otros palermitanos campeones del mundo que ya nombramos, Víctor Rodríguez Andrade y Juan López.

Los verdaderos leones

Si bien Uruguay estaba invicto en mundiales, con la triple corona en su defensa (1924 y 1928 como campeón mundial a través de los Juegos Olímpicos, y 1930 con la primera Copa del Mundo), no participó como “invitado”, como muchos pueden creer. Se iba a disputar un torneo eliminatorio sudamericano que finalmente quedó en la nada producto de la desorganización de la época. Como los países rivales fueron desertando de sus compromisos, Uruguay llegó a la cita y quedó establecido como cabeza de serie, en el grupo 4 junto a Bolivia, Portugal y Francia. Los europeos terminaron por no presentarse, lo que dejó la plaza al ganador de un partido que se disputó en un pequeño estadio con un hermoso paisaje de montañas como fondo, y al que los socios del club local podían ingresar sin pagar, algo inverosímil para estos tiempos, pero tan real como el juego mismo en estado puro. La goleada por 8-0 puso a los celestes en el cuadrangular final ya mencionado, algo inédito en la historia de la Copa del Mundo. Otro hecho increíble fue que el sorteo de los partidos finales se realizó sabiendo los clasificados y buscando la mejor conveniencia para el local, que disputaría los tres partidos en Rio de Janeiro, a diferencia de sus rivales.

El primer partido era ante la difícil España que había ganado todos sus encuentros recibiendo apenas un gol; si bien comenzó favorable a Uruguay con el gol de Ghiggia (que anotó en todos los partidos), el mejor juego español cerró la primera etapa con ventaja para los europeos por dos a uno. Costó mucho encontrar la igualdad, cerca del final y ante un desprolijo juego oriental, que encontró el aire necesario en el zapatazo de Obdulio Varela que se coló ante la estirada del gran arquero Ramallet. Igual no había consuelo para el capitán, que ante la goleada de Brasil a Suecia (7-1) pensaba que el torneo podía escabullirse. Si bien era el turno de jugar contra los nórdicos que venían desahuciados por el bullicio de Maracaná, la parada para los nuestros era muy complicada: un nuevo traspié sería sentenciar las chances, con los ojos de los locales pendientes para comenzar a festejar. Al mismo tiempo que Uruguay con esfuerzo vencía a Suecia 3-2 (cerca del final dos goles de Míguez), llovían goles en Río: ahora fue 6-1 el score de Brasil ante España, donde la visita miraba el imponente marco de un estadio donde pagaron su entrada más de ciento cincuenta mil personas, y muchos ingresaron sin pagar.

El carnaval ya estaba organizado, ritmo, color y samba, para una fiesta que a comienzos de la tarde servía de matinée para la gran fiesta que tenía organizada el pueblo brasileño, inocente en creer lo que los resultados y los medios de comunicación propagaban a toda voz, ignorando cuál era el verdadero valor del equipo uruguayo. La historia nos dice que así como ahora hay millones de crónicas de lo que finalmente sucedió en ese último partido (que quedó como una final, pero no lo era), también consta que Brasil la quiso escribir antes de que sucediera, ya que, por ejemplo, la prensa tenía encuadrados los títulos de “Brasil Campeón”. Están los hechos de lo que sucedió antes, que algunos durmieron la siesta, que Uruguay ingresó con el local para evitar la silbatina, el canto de los orientales en el túnel y la modestia celeste ante el triunfo.

“A causa del silencio, los jugadores quedaron traumatizados: se sentían responsables. Oí a una actriz de teatro decir que cuando la platea no reacciona como lo previsto, eso transmite un mal fluido al escenario y el actor queda inseguro, no consigue acompañar el texto, con miedo de no corresponder a la exigencia del público. Bien, nuestro equipo quedó paralizado dentro del campo. No fue el segundo gol que nos derrotó, fue el primero”,14 comentó el entrenador de Brasil, Flavio Costa. El equipo que por entonces vestía de blanco (y a partir de este torneo cambiaría su camiseta por la verdeamarelha), no supo hacer lo que sí su oponente cuando se vio en jaque, ante el golpe rival de abrir el marcador. Obdulio movió las piezas, calmando el ambiente y volviéndolo propicio para jugar, factor netamente sicológico producto de su carácter y experiencia. Esa platea, ese murmullo, hizo caer la holografía creada y que unos pocos ya lo sabían: Brasil no era el desmesurado rival imbatible si estaba frente a Uruguay, como se había visto en la Copa Rio Branco jugada previo al torneo. Hasta que la estantería terminó de caerse.

“Defiende Tejera. Vuelve para Danilo. Danilo perdió con Julio Pérez, que entregó inmediatamente en dirección de Míguez. Míguez devolvió a Julio Pérez que está luchando con Jair, todavía dentro del campo uruguayo. Dio para Ghiggia. Ghiggia de vuelta a Julio Pérez que da en profundidad al puntero derecho. ¡Corre Ghiggia! ¡Corre Ghiggia! ¡Se aproxima al arco de Brasil y tira!... ¡Gol! ¡Gol de Uruguay! ¡Ghiggia! Segundo gol de Uruguay. Dos a uno, gana Uruguay”.15 El pequeño puntero que no alcanzaba más que un puñado de partidos en primera división, en aquel momento todavía no caía en la cuenta de la proeza alcanzada en aquel remate, que a los tumbos y a los saltos metió la de cuero en el fondo de las piolas, condenando de por vida a Barbosa, el arquero rival, a vivir un estigma totalmente injusto para un hombre: ser el chivo expiatorio para justificar en este caso una derrota. “En Brasil la pena mayor es de 30 años de cárcel. Hace 30 años que yo pago por un crimen que no cometí”. Alcides jugó dos años en la selección, curiosamente, en 1952 fue transferido a la Roma, luego de agredir a un juez en un clásico. Nueve años fueron en la capital italiana, para luego pasar al Milan, e incluso vestir al igual que Schiaffino la camiseta de la selección azzurra. Volvió para cerrar su carrera en Danubio.

Todos los uruguayos que vivieron ese 16 de julio recuerdan cómo se enteraron o cómo vivieron aquel suceso. A la misma hora que Uruguay se proclamaba campeón, Walter Gómez, al igual que Raúl Pini, lo vivieron a la distancia, “cuando lo de Maracaná viví una de las emociones más grandes de mi vida. Yo estaba jugando con River en el Monumental de Núñez, pero mi mente estaba puesta en lo que ocurría en Brasil. Pasaban los minutos y yo trataba de concentrarme en el partido, aunque no podía… Cuando se pusieron 2-1 me dieron ganas de salir de la cancha y correr como loco. Además, la multitud gritó aquellos dos goles uruguayos. Todavía no había terminado el partido, cuando por los altoparlantes se dio la información: ¡Uruguay campeón del mundo! Todo el mundo se paró y la ovación fue estruendosa. Todos los futbolistas, compañeros y contrarios, vinieron a abrazarme y felicitarme. Fue algo inenarrable. Confieso que no pude contener las lágrimas y lloré. Yo viví aquella final como si la hubiese jugado y esto no es una exageración”.16

A 2.500 km de distancia, se encontraba un diminuto Jules Rimet, “automáticamente, no hubo ya ni guardia de honor, ni himno nacional, ni discurso ante el micrófono, ni entrega solemne del trofeo. Me hallé solo en medio de la multitud, empujado por todos costados, con la Copa en mis brazos, sin saber qué hacer. Terminé por descubrir al capitán uruguayo, y le entregué, casi a escondidas, la Copa, estrechándole la mano, sin poderle decir una sola palabra”.17

 

Estrellas Deportivas, fascículo nº 50.

La otra cara de la gloria, libro de la Mutual, pág. 179.

100 Años de Fútbol, fascículo nº 18.

1 a 1 Enciclopedia de fútbol uruguayo. Tomo 1.

Estrellas Deportivas, fascículo nº 29.

Estrellas D




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