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Cultura de barrio, por Agustín Lucas




Palito Pereira, “el uruguayo más feliz”

 

La calle Centauro está en pleno barrio Punta de Rieles. Termina, incluso, algunas casas más allá del hogar de los Pereira Barragán. Abro el portón con confianza de vestuario y nadie parece sorprenderse. Verónica me reconoce, me saluda y enseguida le avisa a su hermano Palito que llegamos. El lateral izquierdo de la Selección Uruguaya atraviesa espectralmente la cortina de tiritas plásticas e irrumpe en el patio. Nos damos un fuerte abrazo y casi como en un ritual intercambiamos camisetas. Recibe la de Miramar y se la pone sin que medie la razón. El cuerpo la reconoce, las mil rayas negras vibran sobre las blancas y todos los niños que fuimos corren por ellas tras un sueño que no es más que eso, un sueño.

 

 

“No me despierten del sueño que estoy soñando” me dijo un día, y en esa nebulosa de la querella volvemos a encontrarnos, con la realidad una vez más superando a la ficción, pasándonos la ficción por la raya al medio de la memoria.

Es el cumpleaños de uno de sus sobrinos. Los niños corretean desde el living al patio, desde el patio al fondo y otra vez por el living. En el posabrazos que nos separa descansan las camisetas cansadas de lidiar con ilusiones. Uno se alimenta de lo que se cansa. El cansancio es símbolo de que hubo vida, lo mismo que el orden de los dormitorios o de la casa. El fútbol es una casa desordenada donde juegan niños y deambulan grandes. “Nosotros vivimos encapsulados acá. Cuando me fui a Argentina rompí esa cápsula. Rompí ese cascarón y me encontré con el mundo. Agarraba el bondi e iba de acá para allá. Amigos por acá, amigos por allá. Pateando, recorriendo desde calle Corrientes hasta Quilmes, iba y venía, tenía mis pesos en el bolsillo. Acá en el barrio a veces pasa eso bien de pueblo, de cápsula, de ver qué tiene el otro, qué no tiene, qué hace uno o qué no hace el otro. Mi padre se dio cuenta de que yo seguía siendo el mismo cuando fue a Porto. Vio la casa en que vivíamos, pero también vio que yo andaba así de chinelas, de short, así nomás como ando ahora. Yo también aprendí a conocer a mi padre sacándolo del barrio, llevándolo por el mundo conmigo. A mí me cambió la cabeza así”.

“El pájaro rompe el cascarón, el cascarón es el mundo. Para nacer hay que romper un mundo”, ese pasaje de Demian, de Herman Hesse, se aparece entre las jugadas de mi mente. “Ya sé cómo es mi familia, cómo es mi barrio y cómo es mi vida, y con eso tengo que ver qué hago”. Mamá Ana está en la cocina con Danilo –flor de lateral derecho– que presenta su torta de repostería y frutillas, besa a su hija y se sienta un rato con nosotros. Somos tres hombres grandes hablando como botijas, recordando a los viejos amigos, las anécdotas de siempre que se transforman con el tiempo, se vuelven fábulas de nuestra personalidad, son como capítulos de nuestra historia. Ana dice que sólo la vengo a ver cuando viene Palito. Ella es como las madres épicas del baby fútbol, todos por un rato somos sus hijos, y el barrio y el cuadro son un romance tácito con la vida. Todo lo casero va a parar a la mesa del patio que da a la calle Centauro. Una malla sombra nos separa de la vereda y nos cubre del sol. Una mesa de madera con caballetes y unas cuantas sillas invitan a varias conversaciones que son un solo murmullo. El cumpleaños sigue su rumbo de calesita acelerada. Los niños juegan un partido que nunca se sabe cómo termina ni cuándo. Los vecinos entran y salen, el beso a Palito vale un ciento. La foto otro tanto más. El “moreno de ahí abajo” es ahora la cara de la selección. La imagen de la gloria. La sonrisa nuestra de cada tanto, la particular mueca del fútbol uruguayo, como si el futbolista uruguayo o el uruguayo en sí que siempre tiene algo que decir sobre fútbol fuera una raza distinguida por sus rasgos. Rasgos de negro. No existe selección uruguaya sin rasgos de negro. No existe el deporte sin rasgos de negro. No existe la historia del mundo. El hombre blanco oprime, el negro reprime, a veces al revés. Hay una raza que discrimina que involucra todas las pieles. Desde Martin Luther King a Leandro Andrade, desde el Negro Rada a Palito Pereira, de Mandela a BB King. La contradicción quirúrgica de Michael Jackson no es más que la explicación masiva de quiénes somos y cómo somos.

Mateo tiene las mismas cejas que Álvaro (“Yo soy Palito, Álvaro me decían en la escuela”). Un par de cejas que disponen la cara a la ternura. Tiene todo el barrio de su padre arriba. Es un gurí de campito bien educado y bien morfado, un botija de mundo que habla idiomas, pero que entiende (acá tampoco media la razón) que una pelota salva una tarde y que una tarde es la vida, porque el futuro son ellos mismos, él y su hermano Lucio que reposa sin berrinches en brazos de Cintia, la platense que acompaña los sueños altos y los sueños diarios.

“Cuando estaba viniendo en Buquebús, engancho el auto en la bodega y me preguntan si voy a Peñarol. Yo respondí que no, que venía a Uruguay de vacaciones, que estaba bien en Estudiantes. Ellos respondieron contentos, ya que eran todos bolsos. Hasta ahí todo bien, yo ando así nomás, pero a veces hay gente con envidia, como unos que estaban en la vuelta, tocaron de oído y dijeron: ‘Se queda en Estudiantes para seguir agrandando la hipoteca’. ¿Lo qué?, pregunté yo. ‘Para seguir engordando la cuenta’. ¿Y vos qué sabés? ‘Y bueno, ustedes ganan bien’. ¿Y vos qué sabés cuánto gano y además qué te importa? Ahí se terminó la conversación”.

Luego de un rato entre parientes, vecinos y niños, caminamos hasta el fondo para prender la grabadora. Atrás de la casa de los Pereira Barragán construye Danilo, el repostero de los centros envenenados, y más atrás Verónica, quien además de recibirnos es la mamá del cumpleañero, y cuando un niño cumple años, su mamá de alguna manera también los cumple. Palito entra a uno de los espacios en plena construcción y saca dos cajones de refrescos que van a hacer de asientos. La sombra de la medianera nos resguarda del sol de diciembre y el perro ladra como en una canción del Sabalero. El peinado europeo se desarma con el viento del barrio, los pastos están crecidos porque la obra está demorada, las hormigas hacen lo suyo y los pájaros ni que hablar, cantan la tarde. “Yo fui al Inter y estuve casi dos años hasta que pensé ¿para qué quiero más plata? Si mis hijos pasan encerrados, no ven el sol. Están tapados de nieve, juegan en un espacio de cuatro por cuatro. Nos fuimos para Brasil y nos gozamos. Y ahora en Argentina estamos en nuestra casa, los nenes van a la escuela, tienen sus amigos. La mayoría de la familia de Cintia es de Estudiantes y si no eran se hicieron hinchas ahora”.

No hay preguntas establecidas, no quiero saber nada que no quiera contarme. No tengo más estrategias que la de seguir el curso del domingo. Palito habla sin saber que la grabadora está encendida, sabe de todas formas que hay cosas que no salen del vestuario. Suena la cumbia en el barrio. Los niños dejaron la pelota a un lado pero no pierden chance de patearla. El perro les ladra cuando pasan corriendo porque los picaron a las escondidas. “Cuando entré contra Chile la hinchada gritaba y gritaba. Yo pensé que era por Lodeiro pero alguien me avivó que era conmigo. ‘¡Tabárezponé a Palito!’ se sentía. Encima entro y hago el gol. Imaginate. Yo intento mantenerme sereno, hay que estar preparado para todo porque del amor al odio sólo hay un paso. Hay que preparase para todos los escenarios. Pero a mí la selección me vuelve loco. Puedo estar en el Real Madrid pero con la selección no se compara”.

Una latita herrumbrada es el objetivo. Las piedras en la mano son el instrumento. La consigna es meterla, sentir el ruido de la lata repicada. Desde que nos sentamos en los cajones somos nosotros los que jugamos, mientras los niños continúan su peregrinaje lúdico de parlamentos fantásticos. Tiro yo, una, dos, tres piedras. Pasan cerca. Tira Palito, una, dos, tres piedras. La última roza el filo de la lata y desprendemos un “¡Uh!” casi al unísono. “Mi sueño era jugar un Mundial y terminé jugando dos, además Copa América, Copa Confederaciones, todo. Llevo 76 partidos, hace siete años que estoy convocado. Cintia dice que parece que fuera ayer que me llamaron por primera vez y atendió ella, era Celso Otero. Ella se pensó que eran de una radio o algo así. Teníamos un Nokia 1100. Estábamos en Rumania, yo había jugado y estábamos concentrados porque jugábamos de vuelta por Champions. Estaba en la habitación con Emmanuel Culio. Él se durmió como a las cuatro de la mañana y yo no me podía dormir. Faltaba como un mes para ir a la selección y yo no podía dormir. Estaba como loco. Fue para un amistoso contra Francia, me acuerdo que llegué tarde por los vuelos y el Maestro me preguntó si podía cambiarme en el ómnibus. ‘Obvio’ le dije, como si nunca lo hubiera hecho. En ese partido me salieron todas”.

Uno no siempre tiene al autor de los libros que lee sentado en un cajón de cerveza dispuesto a conversar. Tampoco pasa seguido con las bandas que uno escucha. Podemos dilucidar cosas, elucubrar explicaciones y eternizar mitos en cuanto a lo que dicen los párrafos o los versos, pero generalmente nunca tenemos de primera mano la verdad de la milanesa. En este caso yo tenía enfrente al jugador que pido cada vez que juega la celeste, que es casi el mismo jugador que dejó surcos en los costados zurdos de las canchas picadas de las juveniles de Miramar, mientras yo me debatía en el fondo con nueves ásperos de ilusiones intensas. En una de las ramas no aceptadas del arte, yo iba a tener mis respuestas, porque aparte de ser mi entrevistado, también es mi amigo: “Yo venía diciendo que en San Pablo íbamos a ser locales. La única pena fue que jugamos en cancha de Corinthians. Fue la vuelta de Luis, además, y yo tampoco había jugado mucho. Unos hinchas me gritaron en un momento y yo para saludarlos, para que vean que los había visto, les hice el gesto de la Torcida Independiente [una cruz con los antebrazos] y justo me agarraron en una foto y ahí la hinchada se volvió loca. Fue un partido intenso. Con la selección es así, no hay amistosos, no importa nada. Cada vez que aparece mi nombre en la convocatoria soy el uruguayo más feliz. Lo vivo como hincha, eso es lo que pasa, y no siento presión. Presión tiene el que vive con la justa.

Cuando fui a cerrar sentí el golpe, y recuerdo que al rato había alguien tocándome el pecho. Eran los de la FIFA. Yo pensé que había salido en camilla pero con las imágenes vi que salí caminando en realidad. Cuando lo veo a Fucile que va corriendo me di cuenta y le dije que no salía nada. Ni loco salía. Volví a entrar y a la primera fui fuerte abajo. El inglés quedó recaliente. ‘¡Crazy, crazy!’ me decía. ‘No, no, easy, easy’, le respondí yo. Y bueno soy así, soy de Punta de Rieles”.

Yo lo dejo hablar. Uno de los protagonistas del libro nunca escrito de la Celeste me está contando la misma historia que yo había visto por televisión con el corazón en la mano y los ojos de pez.

“Y en San Pablo cuando volví me pasó lo mismo, contra Criciuma. Apenas me recuperé del desmayo di el pase de gol. La hinchada cantaba ‘¡Ey Álvaro! ¡Ey Álvaro!’. Después del partido se me trababa la lengua. Me tuvieron que llevar al hospital. La hinchada, mientras, cantaba mi nombre. Yo escuchaba eso como lejos mientras me sacaban en ambulancia”.

Habla de Cintia como una protectora. Es importante que ella y los niños estén bien, porque ellos son su barrio mientras anda por el mundo, son su patria. “Conseguí por Antonio Carlos el número del de Puma y le pedí cuarenta camisetas de Uruguay. Le regalé a todos mis compañeros, a los utileros, médicos y kinesiólogos. Estuve en el Mundial gracias a ellos porque yo venía jugando poco en el Inter. Rogerio Ceni, Kaká, Pato, Luis Fabiano, Michel Bastos... Teníamos un cuadrazo. Soy un agradecido, pero como en la selección no me sentí en ningún equipo: los días antes de jugar se hacen las pelotas quietas, pero antes de que terminen nosotros ya estamos pensando en el picado. Me divierto mucho, la paso muy bien. Los pibes me dicen que soy fundamental, que contagio, pero yo sólo me divierto”.

Hay una niña que se ríe y se esconde detrás de nosotros. Hay otro niño que la busca y otro que le garronea la pica detrás. El perro vuelve a ladrar. La lata herrumbrada sigue tentando a los hombres que somos al juego. Las piedritas siguen cargadas en las manos a punto de sobrevolar el patio. Habremos repetido este ritual pagano varias veces entre las tribunas del Méndez Piana.

“A mí me tocó subir a hacer fútbol con quince o dieciséis años en Miramar, y para mí los jugadores de la primera eran próceres. Los veía así. A veces no sabía si darle la mano o cómo saludarlos. Ahora es distinto. No sé si está bien o está mal pero es distinto. Yo me divierto mucho con los pibes, siempre ando rodeado de los que recién ascienden, trato de descontraerlos un poco porque se pasan muchos nervios. Yo pasé por eso. Es difícil llegar a primera pero más difícil es estar en el día a día. Hace poco vi al viejo Darwin Quintana, cuando fuimos a Ecuador, está enterito. También recuerdo siempre al Pelado De Castro. A Juanjo Díaz hace poco le mandé unas entradas para el Estadio, para que vaya con su hijo. El Mudo López, el Raviol Varela y el Frula, Leo Bordad, Gonza Noguera, el Canario Cardozo... Nos juntábamos en la vieja sede de Rivera y Julio César, comíamos y salíamos en caravana para la cancha. El cariño siempre va a estar en Miramar. Es el club de donde uno salió, donde uno creció. Hasta hoy tengo amigos de la categoría 85. Que no vaya o no me arrime tanto no quiere decir que no lo lleve en el corazón. ¿Y Ottonello? Un fenómeno, se merece todo el reconocimiento. Lo que ha hecho por las juveniles y por Miramar en sí. Por pibes que a lo mejor no llegaron a primera. El esfuerzo era para todos igual, las becas, los boletos, las canastas familiares. Esas cosas son difíciles de olvidar. Ottonello luchó y sigue luchando. Lo mismo el Gordo Gustavo, William, el Cabeza Rondeau, Gustavo Sosa, de toda esa gente te acordás y sacás fuerzas para seguir adelante”.

En la grabadora quedó el viento del verano, los gritos de los niños, nuestras voces viajando por el mundo, jugando partidos que ya alguna vez jugamos, cortando con risas la emoción, jugando a quién emboca más piedritas en la lata. Es que de eso se trata la vida, de las cosas simples. Beso a los niños, abrazo a los grandes, saludo a los vecinos y me dispongo a una caminata por el barrio hasta Camino Maldonado. Palito me despide en el cordón de la vereda. Será hasta la próxima convocatoria, o hasta que los sueños se renueven, cosa que pasa casi siempre.




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