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En la cancha de la memoria, por Sengo Pérez




DIÁLOGO ENTRE PADRE E HIJO SOBRE LA FINAL MUNDIAL DE 1930

 

“Pah... ¡mirá que hacía frío, eh!”. Era diciembre en Maldonado y no hacía frío, hacía calor, seguíamos, asombrados aún frente a un televisor Hitachi gordo y pesado, las imágenes a color recién llegadas —hasta entonces potestad de las pantallas del cine— de la Copa de Oro que se iniciaba en Montevideo por los cincuenta años del primer Mundial.

 

‒¿Cuándo?

‒Ese día.

‒¿Qué día?

‒El del primer partido en el estadio.

‒¡¿Qué?! ¿Estuviste?

‒Claro, fuimos con una barra de la facultad, no pagamos nada, abrimos la puerta a prepo y entramos.

‒Ah, bien legal lo tuyo ‒el viejo estudiaba Derecho.

Sonrió y no dijo nada. El presente se desplegaba a colores en la pantalla de

21 pulgadas, pero el viejo parecía mirar el pasado en blanco y negro. Donde yo veía al Indio Olivera, él veía a Nasazzi, donde yo a Victorino, él al Manco Castro, Ruben Paz era Héctor Scarone.

Sí, es normal que en aquel julio de 1930 hiciera frío en Montevideo, no necesitaba que me lo confirmara mi padre; con más o menos lluvia, todos los inviernos son parecidos. Lo que no es común es tener un viejo que haya estado allí ese día, que fuera uno de los casi sesenta mil privilegiados de una ciudad que entonces tenía 655.389 habitantes, según el censo de ese mismo año, que te contara del cemento aún fresco de las tribunas, y que te lo dijera como diciendo: “¿Sabés qué? El domingo fui al fútbol”. Pero así es, uno nunca sabe cuándo es parte de un hecho que el tiempo se encarga de hacer histórico. Así fue, y eso merece ser contado. Porque ese mes de julio de 1930 en Montevideo no fue un julio cualquiera.

Hacía frío sí, pero no hubo frialdad. Antes de tocar suelo oriental el 4 de julio, desde la escalerilla, Jules Rimet, elegante y convenientemente abrigado con un sobretodo cruzado, se quitó el sombrero y lo levantó a modo de saludo. Un caluroso recibimiento le respondió.

El pequeño francés de 57 años traía en su valija una estatuilla de 35 centímetros, obra del escultor Abel Lafleur, el trofeo representaba a la diosa de la victoria. No llegaba solo, con él, tras quince días de navegación en el buque italiano Conte Verde (Conde Verde), llegaban a las costas uruguayas cuatro selecciones mundialistas y los tres árbitros europeos designados: Jean Langenus y Henri Christophe, belgas, y Thomas Balway, francés.

Quince días antes, el Conte Verde había partido del puerto italiano de Génova, donde abordaron los rumanos; paró en Villefranche-sur-Mer, donde lo hicieron los franceses, para pasar luego por Barcelona, donde recogió a los belgas. Antes de internarse en el Atlántico, hizo escala en Lisboa, Madeira y Canarias, cruzó el desierto azul y en Río de Janeiro subieron los brasileños. Yugoslavia, la otra selección europea, viajó hasta Uruguay en el Florida ‒un pequeño barco postal‒ desde Marsella. Los mexicanos soportaron un viaje maratónico, desde Veracruz a La Habana y luego de ahí a Nueva York donde se reunieron con los estadounidenses en el SS Munargo para seguir rumbo al sur, solo este último trayecto les llevó dieciocho días. Como arcas de Noé, cargaban las naves una especie destinada a multiplicarse y exhibirse al mundo cada cuatro años: los mundialistas.

La capital uruguaya, en las “inaccesibles tierras” casi salvajes de la costa sudamericana ‒razones esgrimidas por quienes se negaban a aceptar a Montevideo como sede‒, recibió a los europeos con modernos automóviles Ford y Chevrolet circulando por sus calles y al presidente del país dándole la bienvenida a Rimet en francés.

La Selección peruana abordó el vapor Orcoma el 25 de junio, hizo escala en Mollendo y siete días después, luego de parar en tres puertos chilenos, tomó un tren en el que trepó la cordillera rumbo a Buenos Aires. En Mendoza se unió la delegación chilena. El periplo terminó a bordo de otro vapor que los dejó en Montevideo, a once días de partir del puerto del Callao. Argentina llegó en vapor y es de suponer ‒no hay información‒ que Bolivia y Paraguay deben de haber llegado combinando trenes y transporte fluvial.

Con las trece delegaciones en Montevideo, el primer Campeonato Mundial de fútbol se echaba a rodar. Pero muchas otras cosas habían sucedido ya ese año en el mundo. A más de quince mil kilómetros de la capital uruguaya, en abril, un pequeño y esmirriado hombre, con la fortaleza espiritual que da la razón y la búsqueda de justicia, luego de recorrer a pie más de trescientos kilómetros rumbo al mar, cruzaba la arena, pisaba el agua y agachándose recogía un puñado de sal que mostró alzando el brazo, Mahatma Gandhi, con ese gesto simbólico, alentaba a sus compatriotas a desconocer el monopolio impuesto por el gobierno británico sobre la producción y distribución de sal. Paradójicamente, el mismo año que el fútbol comenzaba a expandirse, empezaba a replegarse el fabuloso imperio creado por sus inventores.

En la primera mitad de ese año también, ya había lanzado 3M la revolucionaria cinta scotch, debutado Micky Mouse en historietas en enero y, en febrero, Marlene Dietrich en el cine alemán. Ese mismo mes el astrónomo estadounidense ClydeTombaugh había descubierto Plutón y en Argentina había nacido María Elena Walsh ‒aún había que esperar por Manuelita. Desde marzo, la mítica Constantinopla ‒capital de también fabulosos imperios: el romano, el bizantino, el latino y el otomano‒ oficialmente pasaba a llamarse Estambul. Lamentablemente, en mayo había muerto sir Arthur Conan Doyle, dejando a Sherlock Holmes sin crímenes para descubrir. Elemental, mi querido Watson.

Volviendo al fútbol, no fue sencilla la génesis, ni de Dios la creación, sino de mortales hombres con pasión mundana.

La idea de realizar un torneo mundial de fútbol se venía manejando desde 1904, año de fundación de la FIFA, pero la falta de infraestructura y recursos hacía inviable su realización. Una salida inicial fue incorporar el fútbol a los Juegos Olímpicos –organizados por el Comité Olímpico Internacional desde 1896–, que contaron con la participación de la FIFA en los certámenes de Amberes 1920, París 1924 y Ámsterdam 1928. Durante este último evento, la FIFA propuso formalmente a sus afiliados organizar un torneo de fútbol, independiente de las Olimpiadas, decisión que se selló un año después en Barcelona.

Los candidatos no se hicieron esperar: Italia, Hungría, Países Bajos, España y Suecia, por Europa; Uruguay en solitario por Sudamérica, con el apoyo de Argentina, y, sobre todo, de Jules Rimet, un visionario dirigente francés, entonces presidente de la FIFA, empeñado en difundir el fútbol por todo el planeta. Las movidas deportivas y políticas comenzaron de inmediato. Los candidatos europeos apoyaron a Italia, pero las dos medallas de oro conseguidas por Uruguay en los Juegos Olímpicos del 24 y del 28 fueron fundamentales para inclinar la balanza a su favor. Además, los dirigentes uruguayos ofrecieron construir un nuevo estadio para más de cien mil personas en Montevideo.

Cuando se hizo oficial que la primera Copa del Mundo se realizaría en julio de 1930 en Uruguay, ofendidos, la mayoría de los países europeos rechazaron la invitación. Empezaron entonces otro tipo de movidas. La Selección francesa fue prácticamente obligada a participar por presión de Jules Rimet, quien también viajó a Bucarest para pedir el apoyo del rey Carol II de Rumania, un entusiasta del deporte que escogió personalmente a los seleccionados de su país. Sumando negociaciones más diplomáticas que deportivas, Yugoslavia y Bélgica también aceptaron viajar a Uruguay. Con esas cuatro selecciones europeas el torneo estaba salvado, pues del otro lado del Atlántico la respuesta había sido entusiasta: Estados Unidos, México y siete selecciones sudamericanas (solo faltaron Venezuela, Colombia y Ecuador) confirmaron su presencia en Montevideo. Entre el 13 y el 30 de julio de 1930 se disputaría la primera Copa Mundial de Fútbol. No había vuelta que darle. Pero hubo un problema.

Ya con las trece selecciones presentes en Montevideo, todavía no estaba listo el estadio Centenario programado como único escenario del torneo. A pesar de los trabajos ininterrumpidos veinticuatro horas diarias, el escenario no estaba listo. Los clubes Nacional y Peñarol cedieron entonces sus pequeñas canchas –el Parque Central y Pocitos, respectivamente– para que se disputaran los primeros partidos. Se crearon cuatro grupos: Argentina, Chile, Francia y México; Bolivia, Brasil y Yugoslavia;Perú, Rumania y Uruguay; y Bélgica, Estados Unidos y Paraguay.

El 13 de julio, en simultáneo, a las 15 horas, con los choques entre Francia con México, y Estados Unidos con Bélgica comenzó la historia mundialista. A los diecinueve minutos de comenzado su encuentro, bajo una cargosa llovizna, el delantero francés Lucien Laurent, un zurdito de veintidós años, con apenas 1,62 de estatura, apodado Lulu, fue el elegido para inaugurar una cuenta de goles que ya lleva 2.548.

“El partido comenzó normal. Ambos equipos luchaban por el balón. De pronto, Delfour atacó por la derecha y pasó a Liberati, que centró. Yo corrí por el centro y conecté con el balón al caer y entró por la esquina de la portería. Todos estábamos muy contentos, pero en ese tiempo no nos besábamos”, relató el francés. Lulu participó años después con el ejército francés en la Segunda Guerra Mundial. En 1942 fue hecho prisionero por los alemanes y liberado tres años después. Murió en 2005. Francia ganó ese partido 4 a 1. En el otro partido, la Selección de Estados Unidos reforzada con escoceses goleaba a Bélgica 3 a 0.

Hasta el sexto día de competencia los partidos se venían realizando en esos pequeños estadios ante un promedio de 2.700 espectadores, hasta que finalmente el gigante abrió sus puertas. Fue el 18 de julio, con setenta mil espectadores estremeciendo el cemento aún fresco –tan fresco que las personas grababan sus nombres en el piso y las paredes–. Y es que el Centenario abría sus puertas o los aficionados las derribaban. Uruguay y Perú jugaron el primer partido en ese escenario. En un partido cerrado, el Manco Castro (sin una mano desde los trece años, por un accidente) convirtió el único gol. Todos los encuentros restantes se jugaron allí.

Como era de esperarse, Uruguay y Argentina –que habían sido finalistas en las Olimpiadas de Ámsterdam 1928– se fueron perfilando para la final. Llegaron tras ganar en semifinales por idéntico score: 6-1. Los locales a Yugoslavia y sus vecinos a Estados Unidos. Se vieron las caras –y no fueron miradas amistosas, por cierto, ya había una gran rivalidad entre ambos– el 30 de julio ante sesenta mil privilegiados espectadores. Uruguayos y argentinos se venían enfrentando desde los últimos años del siglo XIX (es el segundo partido de selecciones en antigüedad, luego de Inglaterra y Escocia). Aires de guerra, más que de juego, se respiraban aquella tarde fría.

Las dos selecciones exigieron jugar con la pelota que habían llevado. Salomónico, el árbitro belga John Langenus decidió que el primer tiempo se disputara con la argentina y el segundo con la uruguaya (inglesa en realidad). Salomónico había sido también Carlos Gardel cantando en las dos concentraciones, pero evitando ir al partido.

A los doce minutos los celestes abrieron el marcador por intermedio de Pablo Dorado. Empató Argentina a los veinte, gol de Carlos Peucelle, y a los 37 aumentó Guillermo Stábile, finalmente el goleador del torneo con ocho goles.

“En el stadium soplaba viento de angustia”, escribió ese mismo año el escritor uruguayo Arturo Carbonell Debali en el libro Álbum Primer Campeonato Mundial de Football 1930.

El segundo tiempo fue diferente. El jugador uruguayo Ernesto Mascheroni lo recordaba así años más tarde: “En el primer tiempo jugamos muy livianito porque los dirigentes nos habían dicho que si había juego fuerte el Comité Organizador iba a suspender el partido. Nosotros éramos naturalmente fuertes, pero no malintencionados. Estuvimos frenados durante esos 45 minutos. Cuando salíamos a jugar el segundo tiempo, el capitán Nasazzi nos dijo: ‘Bueno, a marcar fuerte porque si no, estamos liquidados’. Los argentinos tenían un cuadrazo y teníamos que marcarlos antes de que recibieran el balón”.

En 1964, en un programa de televisión, se reencontraron el uruguayo Cea y el argentino Della Torre, quien le recriminó alguna actitud antirreglamentaria de Castro (se refería al uso no muy santo que le daba el Manco a su muñón, concretamente a los golpes que recibía el arquero argentino Juan Botasso en cada salto compartido). La respuesta del uruguayo, cual trancada de Nasazzi, no se hizo esperar: “¿Y vos qué pensabas, que era un partido entre casados y solteros? ¡Era la final de una Copa del Mundo!”.

La “pierna fuerte” se tradujo en goles: José Pedro Cea a los 12, Victoriano Santos Iriarte a los 23 y Héctor Castro a los 44, terminaron sellando el 4 a 2 a favor de Uruguay.

En su cuento ‘Lamentos por el mundial perdido’, publicado en el diario Clarín el 26 de febrero de 2006, el escritor argentino Ariel Scher cuenta de su personaje El Gordo, cliente del bar de los sábados que se lamenta por no haber estado en esa final: “Dijo que hubiera querido ver la inauguración del estadio Centenario en Montevideo; y que hubiera entregado todo por abrazarse con alguien cuando el francés Lucien Laurent le convirtió a México el primer gol de los mundiales; y que hubiera gastado la garganta gritando algunos de los ocho goles que hizo Guillermo Stábile, argentino y goleador del torneo; y que hubiera sido testigo de la primera final, la que Uruguay le ganó a Argentina, con la expectativa que solo merecen un nacimiento o una revolución”.

Uruguay no participó en los mundiales del 34 ni del 38, pero regresó en 1950 para aguarle la fiesta a los brasileños en el famoso Maracanazo. Posteriormente obtuvieron un par de cuartos puestos –en 1954 y 1970– para irse diluyendo y seguir participando en el torneo sin pena ni gloria, hasta renacer en Sudáfrica 2010 con otro cuarto puesto.

Los subcampeones recorrieron el camino contrario, siguieron participando sin pena ni gloria y recién en 1978, en su casa, obtuvieron su primer título. Desde entonces Argentina es siempre protagonista.

Fue hace 92 años, en un país “inaccesible”, cuando el fútbol le dijo al mundo que aquella fiesta, “El Mundial”, había nacido para quedarse.

Y mi viejo entró al túnel sin regreso unos meses después de ese mundialito de 1980, cargando otro título de Uruguay en esa canchita que la memoria guarda para el fútbol y dejando en la mía una conversación de verano sobre una historia de invierno.  




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