EL 10 DE OROS
Entre el 11 de junio y el 10 de julio de 2010, en Uruguay no había mejor plan que ser Diego Forlán. Ninguno. Durante ese mes fue influyente, desequilibrante y omnipresente a niveles nunca vistos. Él fue Sudáfrica 2010
Diego Forlán ya había jugado un mundial. Es decir, 45 minutos en un mundial, en los que tuvo tiempo para mostrar un poco de lo que era capaz si alguna vez volvía a tener la oportunidad. El delantero ambidiestro al que su padre –el también mundialista Pablo Boniato Forlán– le dijo que no tenía que jugar de lateral como él, porque los hombres de ataque valían más, había clavado un golazo espectacular en aquel recordado partido contra Senegal en el Mundial de Corea y Japón 2002. Una pequeña muestra de lo que vendría ocho años después, en otro continente y en otro momento de su vida y de la nuestra.
Sudáfrica 2010 fue un sueño para Forlán, que llegaba como el jugador de experiencia de Uruguay y se terminó convirtiendo en el referente y líder de una selección que se ganó la atención del mundo entero. Si hablamos de omnipresencia, tranquilamente podríamos referirnos a lo hecho por el rubio en el primer mundial africano: jugó 654 minutos de los 660 que jugó Uruguay, recorrió 72,68 kilómetros –a razón de 10,3 por partido–, tiró 32 veces al arco –veintiuna desde fuera del área– y pateó diez tiros libres. A nadie sorprendió que terminara siendo uno de los máximos goleadores y el mejor jugador de la Copa del Mundo, llevando a la Celeste a estar entre los cuatro mejores después de cuarentaaños.
Forlán obró el milagro con un equipo que había llegado a Sudáfrica sufriendo por lavía de un angustioso repechaje y con cada gol lo devolvióa laélite del fútbol mundial. Daba la sensación de que, por más que aquel Uruguay fuera un equipo ordenado y aguerrido, con buenos jugadores, la presencia del 10 era la que lo volvía un once mucho más peligroso, capaz de jugar de igual a igual con cualquiera y de aspirar a todo. Esa vez, se produjo un fenómeno social: varias generaciones de uruguayos creímos posible que nuestra selección fuera campeona del mundo. En eso, claramente tenía muchísimo que ver el único de todos los jugadores de aquel mundial que tenía un secreto.
A medida que se acercaba la competencia, las quejas sobre la pelota oficial –la recordada Jabulani– se hacían cada vez más fuertes. Diego Maradona, entrenador de la selección argentina, dijo que era imposible de dominar y que en ese mundial no se iba a ver un solo cambio de frente ni habría ningún jugador capaz de parar la pelota. También se quejó Lionel Messi y los arqueros fueron los que peor la calificaron, con Iker Casillas diciendo que era “una pelota de playa”. Sin embargo, después de ver cómo Diego Forlán logró dominarla, las críticas quedaron de lado. ¿De verdad era tan difícil de controlar? El 10 uruguayo parecía saber algo que el resto no, mostró entenderla mejor que nadie y logró que obedeciera los designios de sus pies. Para hacerlo, se preparó a conciencia, como Rocky Balboa en Siberia antes de pelear con Iván Drago. Se quedaba después de los entrenamientos del Atlético de Madrid, aprovechando que tenía contrato con la misma marca de la pelota y pateaba tiros libres, recreaba situaciones de todo tipo con tiros en movimiento y así llegó a Sudáfrica sabiendo lo que nadie más sabía.
A la Jabulani, nombre proveniente de la lengua zulú y que significa “celebrar”, le habían hecho mala fama hasta los científicos de la NASA. Pero eso no amedrentó a Forlán, que terminó celebrando más que los restantes 735 jugadores del mundial y todo a fuerza de trabajo y determinación. Cuando se unió a la selección, le pedía al utilero que le facilitara seis u ocho Jabulanis para patear de 35 metros con zurda o derecha, porque quería evitar que se le fuera alta. Y así logró que llegaran las alegrías. Cuando terminó el Mundial, su socio Luis Suárez reconoció a la prensa internacional que Diego había domado a la indomable y se preguntó lo mismo que el mundo entero: ¿qué hubiera hecho Uruguay sin él?
Los festejos empezaron en el segundo partido de Uruguay en la fase de grupos, ante el equipo local. Ese día, anotó por partida doble: primero, con un remate de media distancia que rozó en un rival y después de penal. El tercer grito de gol llegaría de tiro libre frente a Ghana en cuartos de final, el cuarto en la Semifinal ante Holanda de zurda y de afuera del área, mientras que el quinto sería una espléndida volea en el partido por el tercer puesto contra Alemania. Ah, ese gol fue elegido como el mejor del Mundial y él terminó siendo elegido mejor jugador del campeonato. También empató con el alemán Thomas Müller, el español David Villa y el holandés Wesley Sneijder en el primer puesto de la tabla de goleadores. El Botín de Oro se lo dieron a Müller por haber tenido mayor cantidad de asistencias, pero quizás tendrían que haberle preguntado a la Jabulani quién le parecía justo que lo ganara. Aquella pelota y su intérprete habían hecho soñar a un país con volver a ser campeón del mundo.
Por esos días de Waka Waka y vuvuzelas, el 10 de Uruguay tenía la flechita para arriba como en la Playstation. A fuerza de goles, asistencias y desequilibrio individual se convirtió en la mezcla perfecta de un Jesús que logró transformar el agua –la selección uruguaya– en vino –un equipo semifinalista de un mundial– y un Rey Midas que logró lo que nadie: transformar a la indomable pelota Jabulani en un Balón de Oro. Desequilibrante como Maradona en 1986 e imprescindible como Oliver Atom para el equipo Niupi, el 10 de Oros fue la carta ganadora de Uruguay y la luz de ese mundial, exponiendo la que indudablemente fue una de las más grandes performances individuales de la historia de las copas del mundo.
Iluminado y eterno, Diego Forlán dejó todo lo que tenía en la cancha, poniéndose el equipo y el país al hombro. Aunque jugaría otro mundial, o 113 minutos en los que ya no pudo demostrar lo que alguna vez había sido capaz si le daban la oportunidad, nunca volvió a ser el mismo jugador después de aquel mágico mes de 2010. Tal vez, porque una parte suya había quedado para siempre en Sudáfrica.