Del vestuario del Paladino al Palacio de Buckingham
Los golpes en el techo de chapa nos sacaron del viaje al que nos había llevado Pedro con su relato. Sorprendidas por el granizo, las cabezas asomaron entre la ropa colgada en clavos y estalló una carcajada con aquella frase final.
Con Pedrín Graffigna arrancamos en Cerro, en 1986, y duramos apenas un par de semanas: nos echaron antes de debutar. Una nota de El Diario, en la que contaba las pésimas condiciones de trabajo, enojó a los dirigentes y chau sueño de trabajar en un equipo de Primera.
Nos había recomendado Pepe Sasía, que dejaba el equipo para ir a dirigir en Paraguay. El plantel tenía no más de seis o siete jugadores y estábamos buscando los que faltaban mientras empezaba una pretemporada que, como primer almuerzo, tuvo dos empanadas de carne con arroz. Los jugadores sesteaban sobre los bancos del vestuario, apoyados en unas colchonetas finitas que servían de respaldo a las sillas del palco. Pedro le mostró todo al periodista, el fotógrafo se deleitó con esas imágenes, y nosotros, afuera.
Pero, como dicen, la vida da revancha y a los pocos meses nos encontramos en una actividad del deporte con el Pistola Marsicano que nos propuso ir a Progreso. Tenía un buen equipo, con Pedro Pedrucci entre otros.
Las condiciones no eran mucho mejores, pero había preocupación por resolver los problemas y ayudar a que la cosa anduviera. Faltaba ropa, no siempre funcionaba la caldera, faltaba leña y a veces eran los propios jugadores quienes, después de dejar los termos y los mates, iban a buscar cualquier cosa para encenderla.
El equipo jugaba bien pero no ganaba, costaban los resultados y en medio del campeonato nos agarró una semana de lluvia torrencial, no paraba nunca, parecía que se acababa el mundo. La cancha estaba inundada y no se podía entrar, así que entrenábamos en una plazoleta que tenía algo de pasto frente a la refinería de Ancap o en un gimnasio que nos consiguieron, que no llegaba a las medidas de una cancha de pádel, con un suelo de hormigón que destrozaba las piernas.
Ya nadie tenía ropa seca y corríamos el riesgo de que los jugadores se enfermaran. Ese día le propuse a Pedrín que diera una charla técnico-táctica, argumenté que, en ese momento, descansar era mejor que exponerse a una gripe colectiva. Los muchachos fueron llegando y creo que recibieron con mucha alegría la idea de la charla. Munidos de sus termos y mates, se fueron sentando sobre los bancos de madera, apoyados contra la pared húmeda, separados por la ropa colgada en los clavos y comenzaron a escuchar la “charla” técnica.
Pedrín es un hombre de fútbol, jugó con éxito durante años, muchos de ellos en Chile, fue seleccionado uruguayo y regresó para ser campeón con el Defensor del 76, fue la figura del campeonato y tapa de la revista Sport Ilustrado como mejor jugador de la temporada. Hubo mucho sacrificio en su vida, era parte de una familia numerosa que vivía, entre otras cosas, de la pesca artesanal, en la que él colaboraba saliendo al mar antes del amanecer.
Vivía entre Punta Carretas y el Parque Rodó, en esa isla que nadie sabe a qué barrio pertenece, al costado de Bulevar Artigas, cerca del Club de Golf y a dos o tres cuadras del Franzini, por lo cual su vida de futbolista comenzó en la viola.
Se fue a Chile, formó él también una familia numerosa y, tras varios buenos años de jugador de calidad, volvió a Uruguay. Le costó el fútbol uruguayo, aquel jugador técnico acá tuvo que aprender a aguantar las patadas, salía de las prácticas dolorido, pero entendió y pasó a ser el que las daba y trancaba fuerte. De gran resistencia, pasó a ser un volante todoterreno, pura personalidad y con gran lectura del juego.
Era comunista y, en parte, su regreso de Chile fue por persecución política, llegó con su familión y un disco de los Quilapayún que tenía la canción ‘El pueblo unido jamás será vencido’, que me prestó y nunca se lo devolví. Lo conocí cuando el plantel violeta se juntaba a cenar en la sede de Sporting, alguien nos presentó y entre charlas de fútbol y de política, nos fuimos acercando. Un día me dijo que cuando dirigiera me iba a llevar como profe con él. La oportunidad llegó muchos años después, tras mi exilio y su retiro.
Pedro tiene una forma muy particular de expresarse, es muy entretenido. Aquella charla comenzó con algunos temas tácticos, figura, presión a la pelota, achique, equipo apretado y de a poco fue saltando a la motivación: “Piensen que si ganamos dos o tres partidos entramos a la liguilla, ¿se imaginan?”. Decía: “La jugamos, la ganamos y vamos a la Libertadores”.
La lluvia seguía golpeando el techo de lata. “Hay que ilusionarse y soñar”, afirmaba. “Todo es posible, mientras estamos acá, los soviéticos tienen una base en el espacio y están plantando cebollas a ver cómo salen, ¿entienden?, plantando cebollas, así que
‒siguió entusiasmándose‒ por qué no soñar con jugar la Libertadores, jugarla y ganarla, nada es imposible”.
Su imaginación volaba y con todo el cuerpo seguía su relato: “La ganamos y vamos a jugar la Intercontinental contra el Nottingham Forest, allí en Inglaterra”. Entusiasmando cada vez más y ya eufórico, dijo: “Le ganamos y la reina nos invita al palacio y le tomamos todo el whisky”.
Los jugadores estaban absortos en ese creciente relato que los llevaba del empapado y minúsculo vestuario del Paladino, con el rumor de la lluvia que nos adormecía, hasta el Palacio de Buckingham.
En el mejor momento del relato, se descargó un granizo ensordecedor de pocos segundos. Tras el ruido infernal se hizo un silencio y Pedro, el único parado frente a los jugadores, miró hacia arriba y dijo: “A la mierda, se cayeron las cebollas”.